Gabriel Monasterios
Miembro ActivoDesde la creación de la República de Bolivia, los diversos gobiernos han desatendido una de las problemáticas más profundas que ha marcado al país desde su nacimiento, generando una gran confrontación y división entre sus habitantes: la construcción de una identidad nacional que integre a las diversas culturas que conviven dentro del Estado, reconociendo las particularidades de cada una de ellas.
En primer lugar, se debe entender que la identidad nacional se refiere al conjunto de elementos característicos de un país con los cuales sus habitantes se identifican, diferenciándose de otras naciones. Esta identidad surge tanto de la pertenencia a la comunidad nacional como del vínculo con las costumbres y tradiciones de un país. En el caso de Bolivia, resulta sumamente complejo implementar una política de Estado que abarque toda la amalgama de culturas, etnias y regiones que conforman el territorio nacional, cada una con sus propias particularidades e identidades, las cuales, a lo largo de la historia, han sido opacadas por la imposición de grupos de poder que han buscado imponer una visión unidimensional del país. Esta imposición ha intentado uniformar el territorio nacional bajo una sola perspectiva, sofocando o eliminando cualquier identidad que contraviniera su proyecto.
En un principio, se impuso la visión criollo-blanca-andina-minero-feudal durante los primeros 130 años de la república. Posteriormente, tras la Revolución del MNR en 1952, se instauró una visión mestizo-andina, plasmada concretamente en su reforma educativa, la cual, con algunas modificaciones, sigue vigente hasta el día de hoy. Desde entonces, a los niños se les enseña más sobre la cultura e historia andino-mestiza, en detrimento de las demás regiones y culturas del país. Un claro ejemplo de esta parcialidad se encuentra en la literatura, donde a los estudiantes se les otorgan libros de autores de origen andino, ignorando a los escritores de otras regiones, en particular de la región oriental.
Después de 50 años, y ante el reclamo de sectores históricamente excluidos (particularmente los pueblos aimaras y quechuas), el gobierno del MAS consolidó una visión indigenista-aimara, que nuevamente se impuso sin abarcar la totalidad del país. Esta nueva imposición ha generado una división sin precedentes en la historia de Bolivia, exacerbando la confrontación regional entre oriente y occidente, ciudad y campo, indígenas y blancos, ricos y pobres, entre otras divisiones que han profundizado la polarización que ha caracterizado a Bolivia desde su nacimiento. Esta divergencia ha provocado reacciones violentas y radicales en todo el país, perpetuando un ciclo vicioso en el que el conflicto y la violencia parecen ser la única vía para manifestar las profundas heridas con las que nació esta nación. Tristemente, Bolivia es un país en el que existen pocos elementos capaces de actuar como fuerzas cohesionadoras.
Como hemos señalado, Bolivia se ha caracterizado por el conflicto latente entre sus distintas identidades, regiones y culturas, conflictos que en varias ocasiones han derivado en enfrentamientos armados. Un ejemplo claro de ello es la mal llamada "guerra federal", un conflicto de corte regionalista motivado por el traslado de la sede de gobierno, que no hizo más que debilitar la frágil cohesión artificial del país. El desconocimiento, la inaceptación y la constante necesidad de imponer una cultura sobre otra siempre han generado respuestas en los distintos rincones de nuestra geografía, respuestas que en muchos casos han resultado en acciones radicales, violentas e incluso abiertamente racistas.
Debido a la inoperancia y marginalidad de las élites gobernantes, surgieron movimientos y agrupaciones regionales que compartían un sentimiento común: la autodeterminación. La ausencia de una política de Estado que fomente una identidad nacional ha permitido que las identidades locales—ya sea regionalismos o indianismos—florezcan. A principios del siglo XXI, surgieron movimientos en ambos extremos del país que abogaban por el autogobierno. En el oriente, el movimiento Nación Camba, liderado por Sergio Antelo, y en el occidente, el polémico Felipe Quispe ‘El Mallku’, quien inició un movimiento abiertamente racista y radical en el altiplano, pusieron en jaque a los gobiernos de entonces, que carecían de una visión de Estado integral. Fue en esos años, tras la caída de los partidos tradicionales, cuando Evo Morales llegó al poder de la mano de Álvaro García Linera, un exguerrillero que se convertiría en el principal ideólogo de la preeminencia de la cultura aimara en el país, en detrimento de las demás identidades. Lo que siguió es bien conocido.
Lamentablemente, resulta muy difícil encontrar elementos que unan a todos los bolivianos en su inmensa pluralidad. No existe un solo elemento de conexión que nos identifique a todos como bolivianos, ni un sentimiento común en el que todos estemos de acuerdo a largo plazo. Bolivia podría considerarse el país más fragmentado de Sudamérica, con una divergencia que ningún otro país vecino posee, una diferenciación que el actual partido de gobierno ha exacerbado. Un ejemplo claro de ello es la imposición de la whipala, una bandera que carece de representatividad en gran parte del país, incluso en muchos sectores del occidente que se identifican más con una identidad mestiza. El problema es tal que la fragmentación está inscrita en nuestra propia constitución, siendo esta la única carta magna en todo el hemisferio occidental que divide a sus ciudadanos por su origen étnico.
Con todo lo expuesto anteriormente, se puede afirmar que Bolivia es un país sin una identidad nacional unificada. Además de la salteña, lo único que parece unir a los bolivianos es la desconfianza mutua, los rencores, la confrontación y, cómo no, el lamento. La integridad de Bolivia, como se ha constatado a lo largo de su historia, depende de un hilo muy delgado que en cualquier momento amenaza con romperse. Solo será posible superar esta situación si los futuros gobiernos deciden sanar esta profunda herida y unir a todos bajo un mismo ideal. Sin embargo, la pregunta que surge es, viéndolo desde un punto de vista más realista:
¿Con toda esta heterogeneidad y diversidad—en muchos casos antagónica—es algo que se puede concretar?
¿O es una tarea imposible debido a las complejas manifestaciones dentro de un Estado tan conflictivo, donde a lo largo de su historia se ha utilizado la violencia como medio para resolver conflictos estructurales y donde las múltiples identidades, regiones y culturas se miran con desconfianza mutua?