Valentina Paniagua
Miembro activoEn las últimas décadas, la política ha atravesado un proceso acelerado de desformalización que preocupa cada vez más a los expertos. Si se observa con detenimiento la evolución del debate público, es inevitable comparar la sobriedad del pasado con la dinámica caótica de la actualidad. Un ejemplo de ello fue el debate presidencial entre John F. Kennedy y Richard Nixon en 1960, considerado un referente de respeto mutuo y confrontación de ideas. A pesar de defender proyectos políticos diferentes, los dos candidatos se dirigieron al público con argumentos estructurados, sin recurrir a ataques personales ni a la manipulación emocional ni a la tergiversación del discurso del contrario. El debate se centró en propuestas y rutas de acción. Discursos como este muestran cómo es posible disentir sin desgradar la conversación democrática.
Hoy la situación es diferente. El escenario político se caracteriza por la proliferación de discursos impulsivos, falaces, muchas veces agresivos, amplificados principalmente por redes sociales y formatos mediáticos que privilegian la confrontación por encima del razonamiento. Se ha debilitado la capacidad de exponer ideas con rigor. Se recurre mucho a ataques ad hominem, desinformación deliberada, exageraciones calculadas y omisiones estratégicas que evitan responder a los argumentos centrales de un debate. El diálogo ahora es un teatro para movilizar emociones negativas y desacreditar al adversario.
Esta tendencia no es fiel a una corriente ideológica; se ve tanto en líderes de derecha como de izquierda. En el ámbito conservador estadounidense, por ejemplo, Trump recurre a descalificaciones personales y apodos discriminatorios para evadir argumentos. En América Latina, representantes de la derecha como Jair Bolsonaro han protagonizado episodios similares, desviando discusiones hacia ataques dirigidos al interlocutor. En el espectro opuesto, líderes de izquierda como Nicolás Maduro o Rafael Correa han enfrentado críticas por emplear descalificaciones en lugar de refutar señalamientos, mientras que en Europa, debates entre miembros de partidos como Podemos en España o el Partido Laborista en el Reino Unido también han derivado en ataques personales. Se pudiera decir, que la degradación del debate es una práctica transversal que responde más al clima político contemporáneo que a una ideología específica.
A pesar de que la desformalización del discurso no constituye una infracción legal por sí misma, sus consecuencias sí son muy importantes. Un lenguaje político agresivo tiende a favorecer la expansión de discursos populistas que encuentran amor en públicos no especializados y vulnerables a mensajes que apelan a la identidad o al resentimiento, y que dejan al lado a la razón. La pérdida de formalidad hace que más fácilmente se polarice la sociedad en bandos irreconciliables y se promuevan soluciones ilusorias que ignoran limitaciones institucionales. El ciudadano común se ve influenciado por narrativas que buscan movilizar emocionalmente, lo que termina debilitando la capacidad de distinguir entre crítica legítima y propaganda e induce manipulación.
En torno a este tema, surgen las siguientes preguntas:
¿En qué medida la ciudadanía contribuye, consciente o inconscientemente, a la degradación del debate político al consumir y reproducir contenido polarizante?
¿Hasta qué punto la desformalización del discurso político refleja una transformación social más amplia y hasta qué punto es una estrategia deliberada de los líderes para manipular la opinión pública?
¿Podría la normalización del lenguaje agresivo allanarles el camino a líderes autoritarios o populistas que aprovechen la confusión y la polarización?
¿Qué mecanismos institucionales o culturales podrían fortalecer nuevamente la calidad del debate democrático?
¿Es realista esperar un retorno a la sobriedad en los discursos políticos actuales, o la era digital ha cambiado para siempre la forma de deliberar públicamente?