Jose Guillermo Dominguez
Director Academico
El asesinato de Charlie Kirk, activista conservador estadounidense, no puede leerse como un hecho aislado. Ocurrió en medio de un clima de polarización creciente donde los adversarios políticos ya no son vistos como rivales, sino como enemigos morales que deben ser eliminados.
Kirk fue asesinado en plena universidad por un joven de 22 años que lo veía como “un propagador de odio”. El acto es brutal y a la vez contradictorio: alguien que rechaza el discurso de odio recurre precisamente a la violencia más extrema.
La polarización no es un accidente: es también una estrategia política. Al dividir la realidad en dos campos irreconciliables, los líderes simplifican el panorama electoral. Para el ciudadano resulta más fácil identificar “quién es quién”: aquí los buenos, allá los malos. Además, la polarización genera un efecto de “ganador contra perdedor” que hace más atractiva la competencia política, casi como un partido de fútbol. El costo de esa simplificación es que se borra la complejidad, se desalienta el diálogo, y se convierte al adversario en enemigo absoluto.
Este hecho abre un debate crucial con dos grandes posturas enfrentadas:
Quienes piden superar la polarización. Argumentan que sin un mínimo de moderación la democracia se convierte en un campo de batalla. El lenguaje de odio no solo erosiona la confianza social, sino que puede ser la antesala de la violencia física. Para este sector, la política debería recuperar la capacidad de diálogo, aunque implique menos espectáculo y menos rédito electoral.
La postura liberal. Defiende que en democracia todos tienen derecho a expresar sus opiniones, incluso las más controversiales o impopulares. Nadie debería ser asesinado o censurado por lo que piensa. Desde esta visión, la violencia nunca puede justificarse como “respuesta” al discurso del otro, y abrir la puerta a la censura sería igual de peligroso que la polarización misma.
Lo que está en juego es más grande: la salud de nuestras democracias. Si la política se reduce a un combate entre “ellos” y “nosotros”, siempre habrá alguien dispuesto a pasar de la palabra al disparo. El desafío está en recuperar un espacio de debate duro pero donde el adversario siga siendo un ciudadano, no un enemigo existencial.
¿Hasta qué punto los discursos públicos influyen en que alguien pase del odio simbólico al acto violento? ¿Pueden las figuras políticas moderar su retórica sin perder seguidores?¿Hasta qué punto debe protegerse la libertad de expresión frente al riesgo de violencia?
Jose Guillermo Dominguez
Director Academico